Cualquier persona que se acerque a las obras e instituciones de la Compañía de Jesús en España comprobará que la mayor parte de su equipo humano lo conforman hoy en día personas laicas que asumen con naturalidad todo tipo de responsabilidades. No sucede solo en España: si en el mundo hoy hay 16.000 jesuitas, son 80.000 las personas laicas que trabajan en sus instituciones, a las que habría que sumar ―para hablar con propiedad de misión compartida― a otros muchos colaboradores cuya ayuda resulta imprescindible, pero que no tienen una relación laboral con la Compañía.
Ahora bien, el término «misión compartida» no alude al hecho de que las instituciones jesuitas cuentan diariamente con la labor profesional de muchos laicos y laicas. El significado de la misión compartida solo puede entenderse en el contexto eclesial que abrió el Concilio Vaticano II al atribuir al laicado una centralidad en la Iglesia que antaño se le había negado. Para la Compañía de Jesús, la misión compartida es integración en la misma Misión. Una misión que no pertenece ni a jesuitas ni a laicos —ni siquiera, cabe decir, a la Iglesia— sino que debe entenderse como Missio Dei o Misión de Dios.
En el caso de la Compañía de Jesús, lo que sustenta y da vida a esa misión compartida es la espiritualidad ignaciana. Hoy vemos que muchos laicos realizan su vocación compartiendo con nosotros no solo tareas sino también carisma, es decir espiritualidad y modo de proceder. Y, desde el respeto a la diversidad de personas que trabajan y colaboran con nosotros, la Compañía de Jesús genera espacios de formación y acompañamiento que son para muchas personas una oportunidad de descubrir y desarrollar el camino de su vocación.
Tenemos claro que en la misión compartida no disolvemos nuestra vocación de jesuita o de laico. Más bien al contrario, la misión compartida ha de servir para ayudarnos a crecer en nuestras respectivas vocaciones, al servicio de una misión común. El provincial de España, José Antonio España SJ, en un reciente encuentro con numerosos laicos y jesuitas de la provincia, invitaba a todos ellos a preguntarse: «¿qué puedo hacer yo para ayudar a que el otro crezca en su vocación?».
Es un camino que tiene sus dificultades. El laico corre el peligro de contentarse con una versión reducida del carisma, de limitar su implicación o de no empeñarse suficientemente en la formación. El jesuita, por su parte, corre el riesgo de considerar al laicado como subsidiario, de ver la misión compartida como una amenaza a su identidad y sentirse alejado de la Misión. Sin embargo, por encima de dificultades, la misión compartida es ya una realidad que se va desplegando en todos nuestros apostolados, y que vivimos —en palabras de la Congregación General 35— como una gracia que se nos regala y que expresa nuestra verdadera identidad como miembros de la Iglesia.