El Examen o Pausa Ignaciana es un ejercicio diario de autoevaluación y reflexión, uno de los principios fundamentales de la espiritualidad ignaciana.
Día a día vamos tomando decisiones y viviendo experiencias. Muchas de ellas únicamente cobran sentido en la medida que les insuflamos tiempo y las miramos con cierta distancia. Para que nuestra experiencia gane profundidad tenemos que hacer paréntesis contemplativos y de revisión. Debemos hacer ejercicios de perspectiva (mirar hacia atrás para ver de dónde venimos) y prospectiva (mirar hacia delante para ver qué camino tomar) para situarnos en la vida, en todos su ámbitos, con sentido. Este es un camino personal, individual que nadie puede recorrer por nosotros ni nosotras.
Ignacio, a partir de su experiencia personal, propuso un método para ganar en libertad, para ordenar los afectos desordenados, y descubrir a Dios en la vida cotidiana: los Ejercicios Espirituales. La clave reside en ejercitar, en practicar. Dentro de todas estas prácticas hay una que destaca: el examen del día. La Espiritualidad ignaciana es muy metodológica. Si hay algo en lo que seguro que todos y cada uno de los jesuitas de ayer, hoy y mañana se parecen es en esta práctica, que es un ejercicio minimalista propuesto por Ignacio. ¿Por qué minimalista? Porque es lo mínimo que Ignacio pedía y solo requiere 10 minutos y 5 pasos.
Una vez que somos capaces de encontrar 5-10 minutos en los que hacer una pausa sin prisas ni distracciones estamos en disposición de seguir la siguiente secuencia de pasos:
El examen ignaciano es una buena herramienta para poder llegar a ser «contemplativos en la acción», es decir para buscar y encontrar a Dios en todas las cosas, y acercarnos un poco más al ideal de «en todo amar y servir». No es un examen de conciencia al uso, ni se trata de ver únicamente mis pecados, sino de revisar cada día con Él, para descubrir dónde y cómo se ha hecho presente, y cómo me invita a seguirle más y mejor en lo concreto de mi vida.
Señor, Tú me conoces mejor
de lo que yo me conozco a mí mismo.
Tu Espíritu empapa
todos los momentos de mi vida.
Gracias por tu gracia y por tu amor
que derramas sobre mí.
Gracias por tu constante y suave invitación
a que te deje entrar en mi vida.
Perdóname por las veces que he rehusado tu invitación,
y me he encerrado lejos de tu amor.
Ayúdame a que en este día venidero
reconozca tu presencia en mi vida,
para que me abra a Ti.
Para que Tú obres en mí,
para tu mayor gloria.
Amén.